domingo, 28 de febrero de 2016

"RELACIONES PELIGROSAS"

La gramática del amor


Pocas obras se han acercado con tanto encanto y precisión al archipiélago de gozos y desdichas de las pasiones como estas 'Relaciones peligrosas' que ahora reedita Sexto Piso.

'El progreso del amor' (1771-72), del pintor y grabador francés Jean-Honoré Fragonard.

Es imposible acudir a la obra de Choderlos de Laclos, a su refinada y compleja iniquidad, sin mencionar dos obras que la preceden y, en cierto modo, la explican: La nueva Eloísa de Rousseau y Las penas del joven Werther del consejero Goethe. Una y otra acuden al género epistolar, o al diario íntimo, para incidir en una nueva realidad, visible en la pintura de Chardin, que se ha extendido sobre el siglo XVIII: la intimidad doméstica y su exposición al público. Ambas orbitan, de igual modo, en torno a una magnitud que hallará su cénit en el siglo siguiente: el amor, el amor/pasión, y cuanto concierne a su archipiélago de gozos y desdichas. También cabría citar, en relación a Laclos, la obra del marqués de Sade; pero no por su reiterada alusión a los fluidos corporales, sino porque en Sade se articula un nuevo modelo de sociedad en el que la antigua voluntad de Dios ha sido sustituida por la voluntad -tiránica- del hombre. 

Esto mismo es lo que diferencia esencialmente Las relaciones peligrosas de Laclos de El burlador de Sevilla de Tirso (el Tenorio de Zorrilla es, en este sentido, un regreso romántico a la teodicea barroca). Mientras que en El burlador son las leyes divinas aquello que se vulnera, y lo que propiciará el castigo de quien las infringe, en Las relaciones peligrosas es la convención social, su refinado minué, lo que Valmont y Merteuil injurian a su capricho y sin que el edificio social, las costumbres nobiliarias del rococó, se resientan por ello. En cierto modo, se trata de una deshonesta policía de la moral, que incita con su inmoralidad al recato de sus posibles víctimas. Pero se trata, principalmente, de una modulación adversa del lenguaje del amor, de su tierna gramática, que los libertinos de Laclos pervierten/revierten en su beneficio. Esto implica, necesariamente, que existe un lenguaje amoroso convencional, común a las clases ilustradas, y que Valmont y Merteuil lo conocen mucho mejor que sus víctimas. Pero ¿de dónde ha emergido dicho lenguaje? ¿Cuáles son sus fuentes inmediatas? Ya lo hemos mencionado al comienzo de estas líneas; La nueva Eloísa de Rousseau, la Clarissa de Richardson, el Werther de Goethe, y una abundante literatura epistolar y amatoria, serán las que proporcionen a los jóvenes amantes un lenguaje exaltado y una gestualidad, unas costumbres, una iconografía, fácilmente visibles en la pintura de Boucher, de Watteau, de Fragonard o del Goya más cortesano. Todo lo cual implica un hábito lector que, en el XVIII de Laclos y de Ann Radcliffe, es un lector, en buena medida, femenino. 

He aquí, probablemente, el nudo último de Las relaciones peligrosas. No es sólo que la marquesa de Merteuil sea mucho más inteligente, mucho más sutil y despiadada que el vizconde de Valmont. No es sólo que acuda a este comportamiento, según propia confesión, para eludir a los libertinos como Valmont y burlarse de ellos. Lo que subyace a Las relaciones peligrosas es el nuevo concepto del amor que ha nacido de estas novelas y para ese tipo de lectoras. Me refiero, obviamente, al amor/pasión que triunfará unas décadas más tarde. Pero me refiero, en primer término, al matrimonio por amor, a las afinidades electivas que ponderó Goethe, y que pretendían desbancar la secular costumbre del matrimonio de conveniencia. Es en este pliegue de la Historia donde la novela gótica a lo Radcliffe, o la novela amorosa que aquí tratamos, adquieren su particular importancia. Si las jóvenes heroínas de Laclos sueñan con un amor verdadero, con un amor puro, indestructible, que sortee cualquier tipo de adversidad, lo sueñan, en gran parte, porque su matrimonio ha sido ya concertado por sus padres. Con lo cual, Valmont acudirá a este novísimo lenguaje de los sentimientos, a su dulce palinodia, no para entregarse al vértigo y la desmesura del enamoramiento, sino para hechizar a sus víctimas y devolverlas a la sociedad, burladas en su ideal y con la huella de una irreversible mácula. 



Digamos, por último que, si antes nos hemos referido a Sade, lo hacíamos porque Valmont/Merteuil encarnan, al igual que los libertinos del marqués, una voluntad absoluta de predominio y una idea fisiológica, mecanicista, de los apetitos humanos. Así, mientras las doncellas sucumben al ominoso encanto de Valtmont, a su teatral cortejo (y la idea del teatro, de la dramatización de los sentimientos, necesitada de un espectador, subyace a toda la obra), para Valmont todo ese lenguaje del amor, toda esa lírica del deslumbramiento, no serán sino herramientas de poder, argucias con que la razón favorece la consunción y el fuego de los cuerpos.



FUENTE:       Diario de Sevilla 


No hay comentarios:

Publicar un comentario